Comentario
CAPÍTULO X
De una batalla que los españoles tuvieron con los indios de la costa
Tres días estuvieron los españoles en requerir, como dijimos, sus carabelas y en recrear sus cuerpos, que la mayor necesidad que tenían era de satisfacer al sueño que los había traído muy fatigados. Al último de ellos, después de medio día, vieron salir de unos juncales siete canoas que fueron hacia ellos. En la primera venía un indio grande como un filisteo y negro como un etíope, bien diferente en color y aspecto de los que la tierra adentro habían dejado.
La causa de ser los indios tan negros en la costa es el agua salada en que andan siempre pescando, que, por la esterilidad de la tierra, se valen de la pesquería para mantenerse. También ayuda para ponerlos prietos el calor del sol, que en la costa es más intenso que la tierra adentro. El indio, puesto en la proa de su canoa, con una voz gruesa y soberbia dijo a los castellanos: "Ladrones, vagamundos, holgazanes sin honra ni vergüenza, que andáis por esta ribera inquietando los naturales de ella, luego al punto os partid de este lugar por una de aquellas bocas de este río si no queréis que os mate a todos y queme vuestros navíos. Y mirad que no os halle aquí esta noche, que no escapará hombre de vosotros a vida."
Pudieron entender lo que el indio dijo por los ademanes que con los brazos y cuerpo hizo, señalando las dos bocas del Río Grande que hacían la isla que hemos dicho que estaba por delante, y por muchas palabras que los indios criados de los españoles declararon. Y con esto que dijo, sin aguardar respuesta, se volvió a los juncales.
En este paso añade Juan Coles estas palabras, que, sin las dichas, dijo más el indio: "Si nosotros tuviéramos canoas grandes como vosotros (quiso decir navíos) os siguiéramos hasta vuestra tierra y la ganáramos, que también somos hombres como vosotros."
Los españoles, habiendo considerado las palabras del indio y la soberbia que en ellas y en su aspecto había mostrado y viendo que de cuando en cuando asomaban canoas por entre los juncos, como que acechaban, y se volvían a meter en ellos, acordaron sería bien darles a entender que no les temían porque no tomasen ánimo y viniesen a flecharlos y a echar fuego sobre las carabelas, lo cual pudieran hacer mejor de noche que de día, como gente que para acometer y huir a su salvo sabía bien la mar y la tierra y los castellanos la ignoraban.
Con este acuerdo entraron cien hombres en cinco canoas que les habían quedado para servicio de los bergantines y, llevando por caudillos a Gonzalo Silvestre y Álvaro Nieto, fueron a buscarlos y los hallaron tras un juncal en gran número apercibidos con más de sesenta canoas pequeñas que habían juntado contra los nuestros. Los cuales, aunque vieron tanto número de indios y canoas, no desmayaron, antes, con todo buen ánimo y esfuerzo, embistieron con ellos y, de su buena dicha, del primer encuentro volcaron tres canoas e hirieron muchos indios y mataron diez o doce, porque llevaban veinte y dos ballesteros y tres flecheros, el uno de ellos era español que desde niño, hasta edad de veinte años, se había criado en Inglaterra y el otro era natural inglés, los cuales, como ejercitados en las armas de aquel reino y diestros en el arco y flechas, no habían querido usar en todo este descubrimiento de otras armas sino de ellas, y así las llevaban entonces. El otro flechero era un indio, criado que había sido del capitán Juan de Guzmán, que, luego que entró en la Florida, lo había preso, el cual se había aficionado tanto a su amo y a los españoles, que como uno de ellos había peleado siempre con su arco y flechas contra los suyos mismos.
Con la maña y destreza de los tiradores y con el esfuerzo de toda la cuadrilla desbarataron las canoas de los enemigos y los hicieron huir. Mas los nuestros no salieron de la batalla tan libres que no quedasen heridos los más y entre ellos los dos capitanes. Un español salió herido de una arma que los castellanos llaman en Indias tiradera, que más propiamente la llamaremos bohordo porque se tira con amiento de palo o de cuerda, la cual arma no habían visto nuestros españoles en todo lo que por la Florida, hasta aquel día, habían andado. En el Perú la usan mucho los indios. Es una arma de una braza en largo, de un junco macizo, aunque fofo por de dentro, de que también hacen flechas. Échanles por casquillos puntas de cuernas de venado, labradas en toda perfección, de cuatro esquinas, o arpones de madera de palma, o de otros palos, que les hay fuertes y pesados como hierro, y para que el junco de la flecha, o bohordo, al dar el golpe no hienda con el arpón, le echan un trancahilo por donde recibe el casquillo o arpón, y otro por el otro cabo, que los ballesteros en los virotes llaman batalla, donde reciben la cuerda del arco, o el amiento con que lo tiran. El amiento es de palo, de dos tercias en largo, con el cual tiran el bohordo con grandísima pujanza, que se ha visto pasar un hombre armado con una cota. Esta arma fue en el Perú la más temida de los españoles que otra cualquiera que los indios tuviesen, porque las flechas no fueron tan bravas como las de la Florida.
El bohordo o tiradera con que hirieron a nuestro español, de quien íbamos hablando, tenía tres arpones en lugar de uno, como los tres dedos más largos de la mano. El arpón de en medio era una cuarta más largo que los de los lados, y así pasó en el muslo de una banda a otra; y los colaterales quedaron clavados en medio de él y para sacarlos forzosamente fue menester hacer gran carnicería en el muslo del pobre español, porque eran arpones y no puntas lisas. Y de tal manera fue la carnicería, que antes que le curasen expiró, no sabiendo el triste de quién más se quejar, si del enemigo que le había herido o de los amigos que le habían apresurado la muerte.